martes, 8 de septiembre de 2009

Las cosas de la vida

Horar la vida

La danza de la creaciòn

La danza de la creación1
Isabel Gómez-Acebo2
¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra,
retumbe el mar y cuanto encierra;
exulte el campo y cuanto en él existe;
griten de júbilo todos los árboles del bosque!
Sal 96,11
I. Una marcha funeraria
La Biblia siempre ha ligado la situación del ser humano con la del mundo en que vive, un mundo que exulta, baila y se regocija ante su Creador. Hoy es difícil seguir manteniendo esta idea ante la degradación del planeta, que llora contemplando sus tierras arrasadas.
El tema del envilecimiento del entorno humano no es nuevo, pues ya Platón advertía en el Critias que la situación de Grecia era preocupante, erosionada por un problema de deforestación y exceso de pastizaje. Pero lo que suponía para los griegos una advertencia de cara al futuro se ha convertido en nuestro momento histórico en una realidad del presente. Somos conscientes de que la magnitud de la catástrofe es tal que puede arrasar la vida placentera del
1 Este artículo está publicado en la revista Concilium, n. 287 (2000), pp. 67-76.
EFETA agradece sinceramente a la autora y a Guillermo Santamaría, director de la Editorial Verbo Divino, que edita la revista Concilium, el consentimiento para ofrecer este texto en este espacio.
2 Isabel Gómez Acebo está casada y es madre de seis hijos. Es licenciada en Ciencias Políticas y en Teología y profesora jubilada de la Universidad de Comillas de Madrid.
Ha publicado Dios también es madre, San Pablo 1994 (traducido al italiano, Dio é anche madre, San Paolo, Milano 1996, y al portugués, Deus é também mâe, Sâo Paulo 1996. Ha colaborado con “Esperanza” en 10 mujeres escriben teología, Mercedes Navarro (ed.), Estella 1993; con “El cuerpo de la mujer y la tierra”, en Mercedes Navarro (ed.), El cuerpo de la mujer, Estella 1996; con “Rasgos bíblicos de Dios Padre”, en Rafael Lazcano (ed.), Dios, nuestro padre, Madrid 1999, y con “Cristianismo y mujer”, en Antonio Marco (ed.), Sobre la mujer, Murcia 1998. Tiene numerosos artículos en revistas. Actualmente dirige la colección En Clave de Mujer, editada por Desclée de Brouwer, de la que se han traducido algunos títulos al italiano y al portugués.
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habitante rico del Primer Mundo, y, entonces, hay motivos para analizar el problema y buscarle soluciones.
1. ¿Una visión dualista?
En las raíces de la marcha funeraria que entona el cosmos hay concepciones culpables que provienen del cristianismo y que, por lo tanto, son responsabilidad nuestra intentar atajar. Mientras el mundo no llegue al final de los tiempos, siempre habrá especies que vivan de otras y catástrofes ecológicas, hijas de la evolución de nuestro planeta, imposibles de evitar. Donde se puede y se debe actuar es en el comportamiento de los seres humanos, principales depredadores del mundo en el que vivimos, una labor motivada por intereses egoístas, pero también por una comprensión antropológica y cosmológica equivocadas que respaldan su labor.
El concepto cristiano del cosmos está influenciado por el pensamiento griego, que tiene una visión dualista del universo. La razón camina componiendo pareados antitéticos (sujeto-objeto; físico-espiritual; alma-cuerpo…), que a su vez se jerarquizan viendo a una de las partes como superior a la otra. Dentro de esta gradación todo aquello que hace referencia al mundo espiritual y mental se considera superior que lo concerniente a la esfera de la materia y del sentimiento.
También pensamos el espacio dividido. Dios habita en el cielo y los hombres ocupan la tierra, que a su vez se subdivide creando un territorio más enriquecido en el hemisferio norte que en el sur. Una división que no es inocente, pues para bailar hace falta lugar y unas condiciones de vida superiores al mero subsistir. En teoría, son los habitantes de los países ricos, con una vida más holgada, los que deberían tener más tiempo para gozar y bailar la vida. Curiosamente, no siempre es así, y los más pobres de la tierra disfrutan, pues son capaces de gustar la realidad del ser aunque carezcan de la ventura del tener.
Esta visión del universo colocó al ser humano en la cúspide de la pirámide, por su mayor capacidad racional, haciendo al resto de los seres sus sirvientes, pero tuvo que pagar el precio de una comprensión de las personas que primaba su aspecto espiritual, el alma, frente al material, el cuerpo. El hombre era un conglomerado de materia y espíritu que debía su grandeza a lo segundo. Es más, el cuerpo era sólo el envoltorio, un manto que suponía una cárcel para el alma, que añoraba desprenderse de su carne mortal.
2. El ser humano: un director de orquesta dividido
De aquí, toda una serie de prácticas ascéticas que intentaban negar al cuerpo sus necesidades, pues con ellas el sujeto se hacía más espiritual, menos
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pesado y más capaz de alcanzar las cimas donde reside la divinidad3. El cristiano no se atrevió a gozar de todos los placeres que Dios había colocado al alcance de su mano, pues presuntamente le alejaban del Creador. Abandonó el baile y el gozo para abrazar el sufrimiento, buscado como si fuera un camino superior. Las celebraciones de la Semana Santa pudieron con las campanas gozosas de la Resurrección.
La división también se llevó a cabo dentro de la propia especie humana, jerarquizándose de nuevo varones, mujeres, razas y nacionalidades. Se nos definió a las mujeres como más próximas a la naturaleza y, por ello, más materiales y más alejadas de la imagen de Dios y de la cúspide de la pirámide. Mujer y tierra se convirtieron en un pareado menospreciado, pues, como dice Baudelaire, “la mujer es naturaleza y, por tanto, detestable”4. Un proceso semejante siguieron las razas en su comparación con la blanca, siendo el ejemplo más conspicuo la consideración de las esclavas negras, mera materia al servicio de su amo5.
Incluso se determinó la danza que debía bailar cada ser creado, pues, bajo el epígrafe de orden de la creación, cada persona, raza, sexo y nación tenía su papel que cumplir en la coreografía. La obediencia de unos a otros era la forma más correcta de funcionamiento, y la batuta se colocaba en manos del varón blanco. Este director supremo imprimió un ritmo al mundo, que era hijo de sus ejércitos y de un pensamiento intelectual y abstracto que despreciaba a las culturas indígenas. Muchos ecosistemas se destruyeron sometiendo a la naturaleza a una danza macabra. El acorde final anunció la necesidad de que millones de personas abandonaran su tierra y su hogar en busca de otros lugares en los que ganarse el pan, lugares en la mayoría de los casos incapacitados para recibir ese aluvión y sujetos, a su vez, a la degradación de la masa.
El espiritualismo exacerbado había sido capaz de descubrir la importancia de la conciencia y de la mente humana, pero menospreciando la forma en la que está enraizada y renegando de toda producción sensorial. La reacción materialista de nuestro siglo acabó cayendo en el extremo opuesto, pues definió a la persona inserta en la naturaleza, pero como una mera máquina incapaz de obrar más que por presiones externas. De aquí, la necesidad de integrar alma y cuerpo, materia y espíritu, lo que nos ofrecerá una concepción distinta de la realidad del ser humano, capaz de asumir plenamente todas sus
3 El libro de Peter Brown El cuerpo y la sociedad, Muchnik, Barcelona 1993 (The body and society, Columbia University Press 1988) es un clásico para la comprensión paulatina de estas ideas. Más reciente, Teresa M. Shaw, The burden of the flesh, Fortress Press, Minneapolis 1998.
4 Ch. Baudelaire, frase que recoge el diario Abc en su Bestiario de misoginia, 57, el 29-3-1993.
5 He tratado el tema de la relación entre la mujer y la tierra en “El cuerpo de la mujer y la tierra”, 99-136, en Para comprender el cuerpo de la mujer, Mercedes Navarro (ed.), Verbo Divino, Estella 1996.
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variables. Es a partir de ese momento cuando surgirá una posibilidad de relación con los otros seres que pueblan la tierra, una alternativa de signo distinto al que ha regido la historia de la humanidad. Incluso puede cambiar nuestra percepción de Dios y la forma de comprender su inserción en la historia.
II. Las mujeres imprimen otro ritmo a la danza
La necesidad de frenar los toques de queda y los lamentos funerarios del cosmos es compartida por muchos seres humanos. Las voces femeninas no son las únicas, pero les vamos a prestar especial atención por su mayor autoridad moral. Ellas han luchado a lo largo de la historia por el derecho a proteger sus propios cuerpos contra los abusos. Son interlocutoras privilegiadas, pues no hablan fríamente “sobre” los problemas, sino apasionadamente “desde” ellos. Pues el varón depredador de la naturaleza es el mismo que enclaustra, viola, maltrata y mata a cientos de mujeres todos los días.
Curiosamente, el despertar de la conciencia femenina ha sido lento, y todavía son muchas las mujeres que colaboran con un sistema que las degrada. Pensemos, sin más, en todas las prácticas de infibulación impuestas por las propias madres a sus hijas. El proceso de reanimación es tardo, pues supone enfrentarse al sistema y colocarse al margen, padeciendo la represión con la que se defienden las prácticas amenazadas. Con todo, cada vez hay más voces femeninas que quieren imponer otro ritmo a su vida y al planeta en el que viven.
1. La bondad de la materia
Quizás por la consideración en la que se nos ha conceptualizado de ser más cuerpo que nuestros compañeros masculinos, empezamos nuestro discurso intentando recuperar la bondad de la materia. Algo que no es nuevo, pues en el Antiguo Testamento se comprende la realidad humana como un todo indiviso, mientras que se alaba por doquier la belleza de la naturaleza, espejo que refleja a su Creador. El cristianismo, por su lado, ha sido considerado –y con razón– como una de las religiones más materialistas del mundo, pues no se contentó con la encarnación de su Dios, sino que presentó la resurrección de Cristo como una primicia del camino de todas las personas de buena fe. En ese acto, la salvación se obtiene glorificando el cuerpo y no desechándolo.
Reafirmada la materia, la comprensión del ser humano se hace más plena, pues no existe una parte sin la otra. Podemos recuperar sentidos e instintos, emociones y sensaciones, sin el complejo de que todo aquello resta fervor a nuestra alma. Comer y beber, abrazarnos y besarnos, gozar del aire y de la música, son placeres del cuerpo que enriquecen nuestro espíritu,
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haciéndole más feliz y, por lo tanto, más proclive a dejarse llenar por Dios y a bailar de gozo por el placer de la vida.
En paz, la persona consigo misma, aceptada como un todo sin partes negativas, se puede dar otro paso, un paso encaminado a comprender la interdepedencia de todos los seres creados. Las doctrinas de la evolución de nuestra especie nos hacen provenir en primera instancia de los mundos inorgánico y orgánico con los que a través de nuestros cuerpos conservamos un nexo de unión. Y hoy, somos conscientes de que de la múltiple interrelación de todos los seres que pueblan el planeta depende nuestra supervivencia. Todos cogidos de la mano bailamos el mismo son, y, si tocan a difuntos, los hombres no nos salvamos del luto.
Desde esta perspectiva, recuperamos las imágenes sensuales del Cantar de los Cantares en las que una pareja de amantes canta su amor, y esa copla llena de risas y murmullos incluye a toda la naturaleza. Como todo amor verdadero, necesitan salir del campo de la intimidad y convidan al cosmos a participar de su dicha indentificándose con el mundo entero. Su relación es paradigmática para nuestra danza, pues se basa en la mutualidad, la igualdad y la amistad humanas que intenta superar los antagonismos. El amor se sabe más fuerte que todas las contiendas, y por eso debe marcar el ritmo de la vida.
¿A qué conclusiones pragmáticas nos lleva este cambio de mentalidad? Debemos abandonar nuestra visión de monarcas absolutos para convertirnos en gestores de la vida en abundancia, creando una urdimbre en la que primen las relaciones de mutualidad. Con tacto y prudencia, debemos ser capaces de proteger la diversidad, favorecer la intercomunicación y marcar las fronteras limítrofes de cada especie. Hay que “producir y nutrir, crear sin poseer, multiplicar sin someter”6. Siempre con la idea en la mente de que los recursos son limitados y de que la austeridad favorece un reparto más justo.
Un camino que coincide con la implantación del Reino de Dios, que con frecuencia se concibió como una realidad ultraterrena olvidando que la Buena Nueva exigía comenzar el baile aquí y ahora. Un reino pequeño en sus inicios, pero cuya grandeza dependía de las próximas generaciones de cristianos. Un reino cuya ley no era otra que el amor, para intentar que todos puedan vivir en libertad e igualdad, aportando las riquezas al bien común que les son propias. Un reino que se concibe como un banquete de bodas donde no caben ritos funerarios, sino música gozosa, para que puedan bailar a su son los novios y sus invitados.
6 Frase de Lao Tse en el Tao te King que cita Vitorino Pérez Prieto en Ecologismo y cristianismo, Sal Terrrae, Santander 1999, 29.
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2. La música de fondo: una canción de cuna
La propia visión de Dios queda afectada por esta idea de la creación, pues la recuperación de la bondad de la materia permite pensar a la divinidad desde otros parámetros. Ya no es necesario potenciar una trascendencia que le coloca en el cielo, manteniendo su único punto de contacto con el mundo a través de la encarnación de Cristo. Tampoco hay que recurrir a María y a los santos para que actúen de puentes con los que salvar el abismo.
Nuestro coro femenino recurre, para pensar a Dios, a las experiencias más profundas de nuestras vidas y lo define y simboliza en las labores de una Madre. Una Madre cercana que ha gestado en su útero al cosmos, lo que permite la comprensión de la fraternidad universal de todos los seres, a la vez que confía en el cuidado amoroso de su progenitora. Ésta pare al mundo con dolor y se mantiene cercana y atenta a todas sus vicisitudes, tan cercana que para muchas mujeres el cosmos forma parte del mismo cuerpo de Dios.
Esta Madre no habita en el cielo, sino en el centro cálido de cada uno, en la raíz del ser, y todo ello al estilo agustiniano, que ve a Dios como lo más íntimo de la persona, interior intimo meo. Hay quienes acusan a este discurso de ser panteísta, pero olvidan que Dios supera al cosmos, pues es el único que tiene garantías de supervivencia eterna y posibilidad de dinamizar desde su interior la masa inerte. Una característica que en lenguaje tradicional se llamaría la “creación continuada”.
El diálogo con esa Madre ya no es con la humanidad en exclusiva, sino que hay que ampliarlo a todos los seres, el Yo-tú del hombre con Dios se abre al Yo-ser en el que entra el mundo entero. Un diálogo que amplía la idea de la salvación, que deja de contemplarse como la divinización del alma para entenderla como la reconciliación definitiva entre Dios, la humanidad y el cosmos en su totalidad. Incluso el miedo a la muerte pierde parte de sus negros crespones, pues supone el regreso al útero, la vuelta a la Madre, origen de nuestra vida, para que sea Ella la que asuma nuestros logros y fracasos, los asimile en el tejido de su Ser y nos arrastre hacia nuevas posibilidades7. “Pulvis eris et in pulvis reverteris”, advertía la antigua liturgia del Miércoles de Ceniza, pero sin precisar que ese polvo formaba parte de Dios mismo. De la Tierra salimos y a ella volvemos.
No hay madre auténtica que no sufra por el destino de sus hijos, por lo que se declara obsoleta la convicción de impasibilidad de Dios, esa presunta virtud que la dejaba indiferente con respecto a nuestros problemas. Resulta incompatible declarar que Dios es amor si no le vemos afectado por el costo y el regalo de este estado. Incluso puede cambiar nuestra noción de pecado, pues
7 Dentro de la teología feminista, son clásicos en lo referente a esta materia los de Sallie McFague, The Body of God, SCM Press, Londres 1993, y el de Rosemary Radford Ruether, Gaia & God, Harper, San Francisco 1992.
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ofender a Dios es atentar contra sus criaturas, romper el marco de la creación –donde todo era bueno– por un egoísmo que se queda con una parte mayor de la que le corresponde en un reparto equitativo.
La música de fondo que se escucha en el mundo es la canción de cuna que Dios entona para el alma que sufre. Una nana, mientras le mece en su regazo, que le habla de cercanía, le aporta consuelo y le anuncia un final feliz.
III. El himno de gozo final
En los albores de un nuevo milenio, muchas voces se preguntan: “¿Hacia dónde camina el mundo?”. Y las respuestas no son uniformes, pues junto a los optimistas que ven progreso por doquier están los que esgrimen unos números que hablan de aumento de la pobreza y degradación de la tierra en muchos lugares del planeta. ¿Van a seguir los tambores de guerra y las marchas funerarias dictando el ritmo de la danza de la creación?
Los cristianos creemos que la semilla del Reino crece, aunque sus efectos no se advierten por la pequeñez de su tamaño. Pero hemos olvidado una dimensión perdida del cristianismo que habla del Cristo cósmico, esa tercera naturaleza de Cristo cuya misión es reunificar todas las fuerzas y seres de este mundo para entregárselos al Padre y que los glorifique. La creación es un continuo devenir, una danza interminable en la que Jesús es la meta hacia la que todo confluye.
Dios se convierte en el gran compositor que quiere el buen fin de lo creado. Atrae a las criaturas con el ritmo de su música, pero les concede un margen de libertad en sus movimientos, ya que su convite es de amor persuasivo, pero sin coaccionar. Bailan las esferas celestes y bailan los planetas entonando partituras inimaginables. Al hombre se le pide un ritmo que suponga la renuncia a los excesos de una cultura basada en el consumo, pues los bienes que compartimos son escasos. Sólo la persona que ha aprendido a renunciar se puede convertir en hermana de todos.
Hay que reducir los consumos de energía y de agua, utilizar energías que no acaben con recursos insuficientes, propiciar la dieta vegetariana, reciclar lo que se pueda volver a usar, protestar contra la guerra y la pena de muerte, usar ropa de abrigo para reducir la calefacción en los hogares… En un mundo globalizado, crear toda una red de comunidades primarias y regionales en donde la población local pueda tomar parte de la decisión final. Es la única manera que permite la generación de vida y que se escuche la peculiaridad de cada instrumento en la sinfonía cósmica. Entonces, lo divino, humano y terreno se cogerán de la mano para no perder el paso y bailar al mismo ritmo. ¿Un programa utópico? También el cristianismo lo parecía en el Imperio romano y se acabó imponiendo: es un problema de estar convencido.
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Sólo queda ponerse en marcha, pues, como decía Rainer Maria Rilke, “el trabajo de los ojos ha quedado hecho; id y haced el trabajo del corazón”. Un trabajo consciente de que, mientras no entonemos el alleluya final, habrá dolor en el mundo, pues la materia es finita, y la solidaridad global, algo por conseguir. Pero este dolor se hará más llevadero con la presencia del hermano, que tiende una mano, y con la canción de cuna que entona Dios calmando temores y anunciando un final feliz. Llegado este momento, nuestros pies, ya sin trabas, danzarán al compás de una música sin par y al unísono de todas las criaturas que alaban a su Creador. ¡Alleluya!
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