José María Castillo

Porque los cientos de miles de personas, que ha concentrado el papa, no se han reunido para asistir a un espectáculo artístico, deportivo o de cualquier otro tipo que se parezca a eso. La gente que ha ido a ver al papa no ha ido a divertirse. Ha ido a oír mensajes, consignas, mandatos y prohibiciones que no siempre y en todo son precisamente agradables. El papa les ha dicho a sus oyentes, ya fueran jóvenes o mayores, clérigos o laicos, hombres o mujeres, monjas o profesores de universidad, que lo que tienen que hacer en la vida es aceptar y cumplir lo que les enseña y les manda la Iglesia. Y bien sabemos que lo que enseña la Iglesia es, a veces, difícil de entender. Y lo que manda la Iglesia no siempre es fácil de observar o de cumplirlo a rajatabla. Lo que ha dicho el papa, si se toma en serio, si se acepta de buen gusto, si se acoge con cariño y se aplaude con entusiasmo, supone un fenómeno de amor masivo y entusiasta que no resulta fácil de explicar, al menos a primera vista. A no ser que estemos hablando de un imponente espectáculo de hipocresía colectiva o de una impresionante representación teatral en la que nadie ha tomado en serio el papel que parecía estar representando.